Anhelo de nada

Recostada sobre las tablas y el colchón, respiraba durante largos segundos, observando las vigas del viejo techo, carcomidas por las polillas. La luz amarilla del farol dejaba a sus ojos divisar la ventana que daba al patio de la casa, por donde se colaba el aire frío de aquellas noches en que los relámpagos y truenos acariciaban la lluvia. A su lado, en el piso de baldosas rojas, se movían de vez en cuando los papeles arrugados por el tiempo y la tinta escurría a través de ellos; del café y las cervezas había ya pocas gotas, unas en la taza y las botellas, otras entre sus labios y su garganta.

Había decidido salir a caminar, se puso las botas color negro con pintas marrones por el barro, amarró los cordones, se arropó más los hombros con la chaqueta de cuero, guardó las llaves en el bolsillo derecho y abrió la puerta que daba a la calle. El frío abrazaba las medias de mallas en sus piernas y le tomaba la mano invitándola a andar. Esta vez no llevaba paraguas, solo cargaba el silencio del pueblo consigo; en los callejones solamente se divisaban charcos contenidos con agua del cielo y una que otra luz de algún automóvil a lo lejos.

El vaivén de sus pensamientos no la ahogaba en aquel momento, pues habían dejado la tregua guardada en un baúl.

Sus pies cubiertos pisaban las gotas desparramadas en el pavimento y el césped. La omisión de sonido entraba por su nariz y se colaba en su sangre, mientras el tiempo le transcurría sin rumbo, aislada de lo ajeno. Deambulaba sobre las piedrecillas de la carretera como un fantasma entre puertas y ventanas. Parada en medio de los árboles, bajo las nubes blancas y las hojas caídas en el suelo, con la ropa emparamada y el cuerpo y alma desnudos.

“Me sentí como un persona en un mundo vacío, anhelando la nada, sin tiempo a mis espaldas, con el espíritu calado por el chubasco y la tempestad”.